Los libros: el pan del espíritu
Hace unos días escuché una frase de Evelio Cabrejo, que me ha rondado en la mente por horas, la cual dice así: «El niño necesita pan, afecto y literatura, en las mismas proporciones». Por supuesto que averigüé enseguida quién es Evelio Cabrejo pues, con tanta simpleza, dijo lo que yo he querido expresar desde hace mucho. Y, encontré, claro está, que él y yo compartimos el amor por las palabras, con esa sensación de magia de poder crear mundos increíbles, o de poder expresar emociones y sentimientos maravillosos.
Lo que leí me hizo recordar también a Gregorio Luri, quien también con mucha simpleza ha dicho lo importante que es tener vocabulario para leer y cómo debemos acercarnos a esos «gigantes», que son los escritores, pues ellos nos permiten subirnos a sus hombros y ver desde su visión para tener un panorama más amplio.
Cuando te encuentras gigantes como ellos, todas las piezas encajan y puedes armar tu propio rompecabezas. Y ahora, yo uno mi visión para agregarle una pieza a alguien más y, ojalá, ¡ojalá! también le ayude a armar su rompecabezas.
Desde niña, no sé si me gustó más leer o si preferí escuchar: es que cuando le encuentras sabor a las palabras, sea que te las digan o que las leás, te fascinan y te envuelven con su magia para hacerte volar, ya sea a través del tiempo o para conocer nuevas ciudades, otros mundos, podés hablar con animales y hasta plantas; tenés un universo de posibilidades qué explorar.
Al reflexionar en la frase de Cabrejo, me doy cuenta que la magia inició con las canciones de cuna y luego con las narraciones que hacía mi madre. Ella no es una mujer con grandes títulos universitarios, apenas terminó la primaria. Sin embargo, aplicó con mis hermanos y conmigo esa fórmula tan sencilla que muchos años después expresó don Evelio y nos dio todo ese vocabulario que sugiere don Gregorio. Sus cantos y narraciones nos llenaron de su ternura y afecto y las palabras que nos decía sonaban tan poderosas, encantadoras, juguetonas, que yo no podría definir ahora lo más importante o lo que más me gustó. Para mí, la ternura y la palabra se volvieron indisolubles.
Cada tarde, a la hora del chocolate, o a veces después de la siesta, nos contaba historias de su vida, cuando niña, de las penas y de las alegrías que vivió; por ella conocí a un chino que vendía ropa en uno de los comercios de la 18 calle y que recibía la ropa que mi abuela cosía por unos pocos quetzales, cómo caminaban junto con uno de sus hermanos para entregar el pedido, porque subir a una camioneta no era opción para ellos. Así, no solo avivé mi imaginación sino me uní al pasado y aprendí lo que era vivir con carencias, aunque yo no las tuviera de esa forma. También aprendí de su inmenso amor por mis hermanos y por mí. Volver cada día a sentarnos alrededor de su silla, o subirnos a su cama, el único momento en que se nos concedía, era una hora esperada, mágica. Comíamos pan, sentíamos afecto, nos enamoraban las palabras y, de alguna forma, la literatura, porque ya mayorcitos, también nos leía cualquier libro que lograba que llegara a sus manos.
Así, empecé a sentir la urgencia de leer. Ella, sin temor de verse relevada, me regaló mi primera historieta. Yo empecé a leer con historietas o «chistes» como le decían en aquella época. Cada letra aprendida en la escuela de párvulos, la buscaba y rotunda, le señalaba con el dedo en dónde estaban esas letras. Yo me inventaba lo que decían los personajes y ella, paciente, escuchaba mi ufana lectura. Aprender a leer, para mí, no fue un castigo, ni un deber; era una necesidad imperiosa de desvelar esos secretos que acompañaban a las lecturas que hacía mi mamá.
La fórmula de don Evelio es lo que me sucedió en la vida. Fui tan afortunada. Gracias a mi madre que sin riquezas ni una educación pedagógica, me regaló ese tesoro, eso que debiera ser un derecho de todos los niños y niñas del mundo.
Sin embargo, la realidad es que para un alto porcentaje de niños, no solo no hay pan, sino que tampoco hay afecto y menos aún, literatura. Y en la escuela, en lugar de aplicar esta fórmula tan sencilla, llenamos a los niños de letras y sonidos sin sentido. Les enseñamos a leer pero sin palabras mágicas. Es más, las pocas palabras que les compartimos, las desmenuzamos como cuando se disecciona un cadáver, porque ¡sí! son palabras muertas, sin sentido, sin magia, solo llenas de deber, sin afecto, sin abrigo.
¿Y así queremos que les guste la lectura?, ¿de esa forma pretendemos que se interesen por la literatura? Nos hemos agobiado pensando en que el meollo del asunto es enseñarles estrategias de lectura y mal que bien, algunos las enseñamos pero ¡nada! no se enciende la chispa ni la magia.
Es cierto, lo ideal sería que en casa los niños tuvieran un padre o un familiar que los llenara de afecto y magia. La realidad es que en la búsqueda del pan, muchos padres se abruman y no son capaces de darles afecto y menos, palabras. O ellos tampoco han aprendido que la palabra es poderosa y mágica. Una vez, viajé en un taxi colectivo y me sorprendió ver a una jovencita con su beba; la nena lloraba y la mamá solo le daba unas palmadas en sus nalguitas y la sacudía un poco como para conminarla a callar. El viaje duró una hora quizá. En todo ese tiempo, la chica jamás profirió una palabra a su beba, ni para consolarla, ni para darle afecto. ¡Vamos!, ni siquiera para callarla. No me sorprenderá que cuando esa beba llegue a la escuela, la palabra no tendrá valor para ella, ni sentirá el afecto que proviene de escuchar una canción de cuna, un arrullo de palabras amorosas. Así, solo serán trazos difíciles que dicen: «Amo a mi mamá, mi mamá me ama» y esas palabras no tendrán profundidad, no llegarán a lo más hondo de su ser, por lo que terminará trivializando lo que cualquier palabra pueda decirle.
Así, el panorama debiera motivarnos en la escuela a no preocuparnos tanto de cuándo terminarán de aprender cada letra o si leerán de corrido, o si aplicaron tal o cual estrategia para comprender lo que leen. Los niños deberían aprender en la escuela, primero, que las palabras tienen vida, tienen magia y poder y son, sobre todo, completas. Y, que cuando se las decimos, los llenamos de afecto. Debiéramos enamorarlos de un momento al día para escuchar lo que leemos para ellos, lo que podemos contarles de nuestra propia vida y de crear lazos de afecto entre todos. Después, no necesitaríamos forzarlos a que «aprendan a leer» y mucho menos, que busquen libros y «los devoren».
Sí, los libros son el pan nuestro de la imaginación y aderezados con afecto, harían más fácil nuestra tarea de subirnos a los hombros de gigantes para ver el mundo desde distintas perspectivas.
Foto de portada: Mauricio Sepulveda/ Flickr