“Háblele mucho, todos los días”
“Doctor, venimos a verlo porque el nene no puede hablar, es mudo”, dijo la madre, mientras empujaba al pequeño de 3 años frente al tipo de bata blanca.
Rodolfo era un bebé muy tranquilo. Apenas se hacía notar. Todos los días lo cuidaba una mujer mayor, árida como un desierto, de cuya boca solo salía una frase: “No me vaya a hacer berrinche, que le cae”. Rodolfo escuchaba en silencio.
Llegada la noche, desde su cuna, el niño escuchaba el taconeo de su madre, tac tac tac, pausa, tac tac tac. Su madre entraba en la habitación, le daba un beso en la frente y se marchaba en silencio. Al día siguiente, la mirada agria de su cuidadora lo despertaba.
Aquel día, el médico examinó al niño a consciencia. No había nada malo en él. Después de una breve charla con la madre, expresó su diagnóstico. “El niño no habla porque nadie le habla. A hablar se aprende escuchando”, dijo y recetó: “Háblele mucho, todos los días”.
La mamá de Rodolfo no tenía un minuto libre; su cuidadora, nada de ganas. Así que esa tarde, la madre encontró su solución en el jardín del vecino. Arturo, el joven que vivía a su lado, estaba estudiando Letras.
Desde aquel día, Arturo llegaba puntual a casa de Rodolfo, se sentaba frente al niño y leía en voz alta. A cambio, recibía dos tiempos de comida y sus camisas planchadas. Contra todo pronóstico, aquella argucia funcionó y Rodolfo empezó a hablar.
Hoy Rodolfo es dueño de una enorme biblioteca, puede recordar a cabalidad dónde está cada uno de los dos mil 326 libros. Su memoria es una cámara con película eterna, ha imaginado una y mil veces el tono de voz de Dulcinea, su personaje favorito, pero el tono de la voz de su madre no ha logrado recordarlo.
Marta Sandoval
editorialsandoval.com
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